Pocas
veces veo alguna película de animación que no me guste. He de reconocer que son
una de mis debilidades, porque con la animación aún podemos contar y sentir
cosas a las que el cine convencional no llega. Los japoneses de los estudios
Ghibli lo saben bien, suyos son algunas de las mejores películas que se han
hecho “Mi vecino Totoro”, “Castillo ambulante” o “Porco Rosso” son ejemplo de
ello, y casi nadie desconoce el mítico nombre de Hayao Miyazaki, grandes éxitos
del cine en poco más de treinta años de existencia de los estudios.
Más allá del legado de Miyazaki, ya retirado,
o semiretirado, que ha dejado el listón muy alto, de vez en cuando nos llegan
joyitas como “La tortuga roja” (2016), una coproducción franco-japonesa, con estética
de Hergé en sus personajes (esos ojos pequeñitos negros, esas facciones
angulares, casi geométricas que conozco tan bien de Tintín).
La
particularidad de esta cinta es que es muda. Aquí no hay palabras. Solo gestos,
algo de música y mucho mensaje visual (ecologismo por un tubo, la naturaleza es
un personaje más, soledad, esperanza y desesperanza, el gran peso de la familia…)
El espectador pone el resto.
Un pescador naufraga en una isla desierta. Solo
hay un bosque de bambú y un pequeño lago de agua dulce. Los espejismos son sus
acompañantes diarios. Sus intentos por salir de la isla son vanos, porque una
enorme tortuga roja le impide salir de ella. Una y otra vez vuelve a naufragar
en la orilla de la isla, y pronto inicia una extraña, y mágica, relación con la
tortuga, que no es lo que aparenta…
Quizás
esté lejos de lo que Ghibli nos tiene acostumbrados, quizás el peso de la
película se lo debamos más a su director, el holandés Michael Dudok de Wit (el
responsable del delicioso corto “Padre e hija” (2000) que podéis encontrar por
YouTube), pero creo que es cine de animación mayúsculo, para reflexionar y
perderse un rato en él… Eso sí, no me parece dirigido a un público muy joven, o
tan siquiera joven.
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