El pasado año (julio de 2018)
celebraba el fin de mis Oposiciones (las últimas, por suerte, de mi vida) en
Matalascañas. Normalmente, desde que llego a la playa, desde el primer día,
siempre llevo mis gafas puestas, y no soy amigo de usar lentillas en zonas de mar.
Pero, una noche, me dio por ponerme unas para salir después de cenar por Caño
Guerrero, y, al día siguiente, tenía uno de los ojos con un picor, un escozor y
un lagrimeo que no era normal.
Sospeché que aquello podía ser
una conjuntivitis del santo copón. Y, desde el hotel, me fui a la farmacia más
cercana. Era un día de mucho sol, con mucha luz, y aquello me ponía el ojo
muchísimo peor. Al subir una cuesta, tropecé con un banco de piedra que no vi.
Tal fue el impacto, que el cuerpo se me volteó hacia la izquierda, y caí, con
un dolor insoportable, de espaldas sobre la acera.
La rodilla derecha me sangraba
profusamente, y creo que el banco lo desplacé del rodillazo un par de metros.
Por allí no pasaba nadie. Eran cerca de la una de la tarde. Con el ojo a la
virulé, y la rodilla sin parar de sangrar, llegué hasta la farmacia, donde me
compré un colirio, unas gasas, mecromina, tiritas… Llegué a manchar el suelo
del local, para consternación de las farmacéuticas, pero ninguna se ofreció a
curarme allí mismo, ni a interesarse lo más mínimo por mi estado. Así que, por
mi parte, se jodan, y mucho.
Una vez en el hotel, me
curaron, y me recomendaron que, a pesar de lo que se suele decir, no me mojara
la herida con agua de mar. Que eso es una puta locura, y que más de uno ha
tenido unas infecciones temibles por mojarse con agua de mar las heridas.
Alguien me insinuó que necesitaría puntos, incluso que podía tener un hueso
roto, pero yo, bruto como una cabra, estuve sangrando tres días, y cojeando una
semana. Hasta cerca de diciembre, no me desaparecieron las postillas de aquella
herida, y, a fecha de hoy, me ha quedado una cicatriz bien fea.
Pero, lo curioso de toda esta
historia, y por eso la cuento, es que, a raíz de aquel terrible golpe, la
maldita rodilla derecha se me ha convertido en una especie de barómetro, y,
cada vez que bajan las temperaturas, o va a llover, me comienza a doler como si
alguien me la estuviera machacando con un martillo una y otra vez. Es un dolor
de la hostia. Cuando se lo cuento al personal, no se lo creen, y piensan que me
invento el tema, pero… Es así. Un auxiliar de enfermería me ha comentado que ha
conocido a gente, que se ha roto huesos, que sienten lo mismo que yo, así que,
posiblemente, algo se rompió, realmente, aquel día que me di de bruces en una
acera de Matalascañas.
P.D: Esto, a pesar de tener la etiqueta de relato corto, es verídico.
2 comentarios:
Brrrr, espero que no quedaran más secuelas, no es broma estar con la rodilla así. Un abrazo enorme
Afortunadamente, es la única. Mil Gracias por leerlo. Un maullido ;-)
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