Un buen día, Santiago
decide largarse de casa. Cuando regresa, al cabo de unos años, hecho una
mierda, las cosas han cambiado en su lugar de origen (situado en una localidad
de Santiago del Estero, Argentina) asolado por una sequía bíblica, contumaz.
En casa, no solo no lo
reconocen, sino que cada miembro de la familia, sus padres, parecen vivir en su
propio delirio, en su mundo de fantasía. El padre lo rechaza (tiene visiones, y
le gusta más una escopeta que a un yanqui), la madre está a su bola, loca
perdida. El perro familiar se les está “asalvajando”, y la asistenta y un peón,
son los únicos que habitan por aquellos parajes bellos, pero perdidos de la
mano de Dios, donde la locura y el surrealismo acampan a sus anchas.
En la película abundan
los silencios, muchos a mi parecer, que estorban en el desarrollo narrativo. Violencia
animal (en España se hubiera montado un buen revuelo si esto se rueda por
aquí), y algún que otro episodio, igualmente, de violencia sexual. La fotografía
bellísima. El montaje perfecto. Pero, a veces, he llegado a pensar: Que me
fusilen si me estoy enterando de algo. Como dicen los portugueses: “A vontade”.
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