Me lo leí hace treinta años, en el
colegio. Era uno de esos libros del que todo el mundo hablaba, y como era
corto, me lo leí en una tarde. He de reconocer que entonces no me llamó mucho
la atención, y que sí que recordaba que el libro me había parecido muy triste.
Este fin de semana, volví a leerlo. Y me
volvió a parecer un libro triste. Con una historia bella, sí, pero triste (lo
bello no tiene por qué ser alegre, no quiero decir eso). Casi melancólico. La
historia de este niño, El Principito, que vive en un reducido planeta, con tres
volcanes (uno extinguido que usa como asiento) y con una flor, me resulta tan
entrañable (¿Por qué dirán que es un libro para niños?, yo no comparto esa
idea) como trágica. Su relación con los diferentes adultos que va conociendo en
los planetas, su relación con el zorro, la soledad de Exupery, la amistad, la
aventura, la curiosidad… Hacen que, para mí, sea un libro delicioso, e
increíblemente triste. Será que ya soy mayor, uno de esos adultos insípidos de
El Principito.
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