Lo malo de la película
francesa “The Mustang” (2019), y empiezo por lo malo, es que no nos cuenta nada
nuevo. La relación entre un hombre y un caballo. Quizás lo distinto sea el
escenario, pero la trama es la misma. Siempre que pienso en películas de
caballos, me vienen a la cabeza “El hombre que susurraba a los caballos”
(1998), “Caballo de batalla” (2011) con la cual me harté de llorar en su día
(lo sé, no era para tanto, muy pastelera, pero me pilló de aquella manera), u “Océano
de Fuego” (2004), que es una película que siempre me ha parecido bastante rara,
casi una distopia.
Lo malo es, también, que
a los cinco minutos sabes como se va a desarrollar la película, cual va a ser
su narrativa, te adivinas sus subtramas facilonas y simples, y ya te hueles el
final como unos cuarenta minutos antes. Por eso, a esta película le sobra media
hora para contar lo mismo, y alargar narrativas que ya no dan más de sí, es una
manía muy frecuente en los filmes de hoy en día...
Lo bueno, el escenario.
La realidad de la cinta, que es diaria en algunas cárceles de los Estados
Unidos, donde se cazan cientos de caballos cimarrones, los llamados mustangs,
para ser criados, domesticados y subastados por los propios presos, convictos
que ven una alternativa mientras cumplen su condena. Ya que, a fecha de hoy, sigue
habiendo miles de estos caballos salvajes sueltos por doquier, en algunos
estados. Y, la evolución, cómo no, del protagonista, Roman, un preso violento y
difícil, callado, que solo tiene relación, y no muy buena, con su joven hija
embarazada, y cómo la relación con los caballos, a través de un programa
especial, le ayuda, como os digo, a evolucionar, y a ir cambiando sus puntos de
vista, y sus perspectivas.
“The Mustang” sigue un
esquema clásico: Presentación, nudo, desenredo y final que cierra el círculo.
Que la hacen una película aceptable, pero previsible, sin mayores pretensiones.
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