martes, 20 de septiembre de 2016

Leda y el cisne del parque de Castelar.

(La imagen no es mía, pero me encanta)

      Como el domingo nos levantamos temprano (alrededor de las siete de la mañana), y el día parecía prometer, le propuse a Micho I de Gato la posibilidad de salir a dar una vuelta por Badajoz. Al fin y al cabo, hace años que no salimos de casa, y menos en una aventura matutina.

      Micho me miró de soslayo, pero aceptó. Aproveché para coger una bolsa de pan duro, y con Micho en el asiento trasero nos fuimos hasta las inmediaciones del Puente Viejo. Un antiguo puente, ahora peatonal, que data de finales del S.XVI.

      El paseo fluvial estaba muy tranquilo. Había gente haciendo footing, niños en bicicleta, y un par de abueletes con sus nietos dándoles pan duro, en pequeños trocitos, a los voraces patos. Así, por encima, conté cerca del centenar en la orilla próxima, aunque solo una treintena se acercaban, curiosos, a saludar al visitante con sus graznidos.

      Micho, prudentemente, prefirió quedarse en el chiringuito que hay junto al camino del Paseo Fluvial. Se pidió un café descafeinado, de máquina, y con sus gafas progresivas, se hacía el interesante leyendo la sección de economía de El País. Estaba disfrutando del momento porque más de una persona se acercó a acariciarlo. Estaba muy gracioso sentado en la silla del velador, y no todos los días e puede ver un gato-frac con pinta de intelectual, leyendo un periódico con un café mediante.

       Yo me acerqué a los abueletes, y los saludé mientras desmigaba el pan duro que le había traído a los ánsares. El Guadiana apestaba a mierda pura. Sus aguas, negras y pestilentes, contrastaban con la estampa de la Alcazaba árabe al otro lado del río, reluciente como un castillo de Disney.

       La conversación de los abueletes se centraba en la peligrosidad de los cisnes. No de los mansos patos del Guadiana, sino de los cisnes. No en vano, recordaban, perfectamente, la historia de una chica que había sido seducida por un cisne, una tal Leda.


       Leda, al parecer, se sintió fascinada por un enorme cisne blanco, que vivía en el pequeño estanque del parque de Castelar. Su marido, empresario reputado de la ciudad, tenía una empresa de autobuses, llamada Leda (como su mujer), y solían parar cerca de ese parque para recoger a los viajeros. Leda, que solía acompañar algunos trayectos, aprovechaba los ratos libres, entre trayecto y trayecto, para visitar a aquel majestuoso cisne. A tanto llegó la cosa, que su marido llegó a prohibirle ir a ver el cisne (hoy en día motivo suficiente para llamar al 016, pero en los tiempos tiernos de estos abueletes… Vete a saber). Y Leda no volvió más a ver el cisne. Al cabo de nueve meses, tuvo cuatrillizos, dijo uno de los abuelinos, pero esa es otra historia…


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