“Bliss” (2019) es rara de
narices. Ya al principio de la película, te avisan de que hay imágenes que
pueden provocar epilepsia y otras historias. Bien. Comienza, y pronto te das
cuenta que la historia se puede resumir en tres líneas: Una pintora, antaño de
éxito, se encuentra parada ante su nueva obra. En dique seco. No le viene la
inspiración, y las deudas, el casero y el novio la agobian.
Decide meterse una mierda
para el cuerpo, para ver si le viene la inspiración a través de la droga. El
camello de confianza le da “Bliss” (aunque también se refieren a ella como “Diablo”,
en castellano)
La droga le hace tener
una inspiración de la leche, y avanza el cuadro cuando está bajo su influencia,
pero como efecto secundario, se vuelve una especie de vampiresa, ávida de
sangre, mientras mezcla sexo, Black Metal y muchas lucecitas y movimientos de
cámara que marean más que una noria con tres cubatas. Por lo que tenemos gore
servido con una pizca de terror y con una estética un tanto de los ochenta.
La película me ha
parecido interesante. Parece mentira, que, con una historia tan sencilla, te
tengan enganchado una hora y media. Es una cinta que a mí me hubiera encantado
hace treinta años, la hubiera disfrutado mucho más, pero que ya me pilla un
poco viejo para estos viajes psicodélicos. Aparecen como unos 9800 litros de
sangre, lo cual envidiaría cualquier director japonés que se precie.
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