He querido esperar, algún tiempo,
para ver “Dolor y Gloria” (2019), de Pedro Almodóvar. Fundamentalmente, porque
la gente me lleva semanas diciendo que debería verla, que es fantástica, que es
una maravilla dentro del mundo cinematográfico, que tiene un saco de premios, y
demás cosas parecidas.
Si la hubiera visto antes,
quizás no la hubiera disfrutado plenamente, y hubiera estado muy influido por
las opiniones de la gente.
La película cuenta la vida de
un director de cine, en horas bajas, Salvador Mallo (que pronto adivinas que es
el alter ego del propio Almodóvar), que revive al principio de la cinta, la
recuperación de una de sus películas por parte de la filmoteca, “Sabor”, que
treinta y dos años después, muchos consideran un clásico. Salvador comienza a
recordar, cosas de su niñez (a veces al más puro estilo de “Cinema Paraíso” por
las pintas, la estética o la anécdota), sus enfermedades (a través de una
presentación animada que a mi me ha parecido bastante original), mientras
comparte con el espectador la dura realidad, en la que cae, porque sí, en el
consumo de la heroína, y en un pozo sin fondo en el que parece no querer, o no
saber, salir. Y los recuerdos, el amor, el desamor, las enfermedades y las pastillas,
las oportunidades perdidas o pasadas, la vejez y la muerte, se arremolinan
mientras va pasando el tiempo, y la vida.
No me ha parecido una película
mala, quizás demasiada íntima, pero Almodóvar es así, y a mí me gusta, con un
final raro u original, y con más dolor que gloria. De hecho, me ha entretenido
mucho, y he disfrutado mucho de los escenarios donde los libros son
protagonistas, las estanterías repletas de ellas, los cuadros y las fotos. Me
sobra, Rosalía.
P.D. Una curiosidad. La madre
de Salvador (Penélope Cruz), tiene los ojos marrones, azul cielo en la vejez.
Gran milagro.
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