La mañana se presentó fría. Un gran manto blanco, de miles de jirones entrelazados, cubría más de la mitad de la cateta y provinciana Badayork, y desde la ventana, Micho I de Gato y yo intuíamos a lo lejos los eucaliptos que bordean el Guadiana. El plan fue sencillo: Quedarnos toda la mañana en casa, sentados en el brasero, leyendo (Micho I de Gato se está leyendo “Roma y los bárbaros” de Terry Jones, y un servidor, Duncan de Gross, nacido bajo el Signo de Orión, me estoy leyendo “Fuego Persa” de Tom Holland) y viendo viejos documentales sobre la “Guerra del Pacífico”…
Sin embargo, la tarde levantó aquella otrora pertinaz niebla, y el sol, aunque débil, reclamaba parte de su reinado en lo que restaba de día.
Ante mi propuesta de dar un paseo vespertino por la fétida orilla del Guadiana, antaño hogar de ninfas y otras deidades menores (que hoy son urbanitas y trabajan en grandes centros comerciales…), Micho I de Gato maulló afirmativamente, y tras un par de chupitos de absenta de la buena, nos pusimos en camino. Me costó meterlo en el bolso de mano que utilizo en nuestras salidas, ya que mi felino amigo pesa casi los 7 kilitos…
Pronto llegamos a la orilla del Guadiana, donde Micho insistió en seguir, por su propio pie, nuestro recorrido entre bolsas de plástico, suciedad y la vegetación ausente gracias a la sequedad, tórrida, que producen los eucaliptos del Plan Badayork, más propicios para climas australianos que para la inhóspita Etremaura…
Nuestra sorpresa, mayúscula, fue cuando nos topamos de frente con un enorme oso que bebía, plácidamente, de las oscuras y contaminadas aguas del terco Guadiana, arriesgándose a morir envenenada a fin de apagar su sed. El enorme plantígrado, sorprendido igualmente ante nuestra presencia, se giró, y emitió un tremendo rugido que hizo que yo me quedará petrificado, como si me acabara de encontrar a Medusa un sábado noche de discoteca y con tres copas, y que Micho I de Gato, con sus casi 7 kilos de gato, trepara tres metros de eucalipto en un respiro… Sin embargo, el enorme oso pardo comenzó a correr aguas abajo, dirección Portugal (que está, para quien no lo sepia, a escasos kilómetros de Badayork).
- - ¡Tenías que ser tú, Duncan de Gross!, exclamó una femenina e irritada voz tras de mí.
La persona que había gritado, no era ni más ni menos que mi compañera del Club de Tiro con Arco, la bella Diana, que iba armada con su Long Bow y una ristra de flechas de carbono, marca Easton, en el carcaj.
- - ¡¿Tú has visto ese pedazo de oso?!, le dije aún temblando de miedo. ¡¿Hay osos en Etremaura?!.
- - No es un oso, tonto. Es una osa, y se llama Calisto, y me la has espantado… Me recriminó la arquera con desdén mientras Micho, entre maullidos de pavor, pedía ayuda para bajar.
Y Diana, aunque enfadada, me contó su intención de cazar a aquella osa, por algo que no entendí muy bien, a pesar de que estaba terminantemente prohibido por la Junta de Etremaura, cazar osos sin permiso ni motivo aparente…